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La muerte de un colega puede ser la señal. Este es el momento para el adiós de PacMan

  • El Nuevo Herald
  • 26 jul 2019
  • 3 Min. de lectura

Sin nada que probar ni nada por hacer, Manny Pacquiao debe considerar seriamente en su retiro. Después de dos décadas y media en los trajines del ring, el filipino vivió el sábado en Las Vegas un último baño de gloria al vencer a Keith Thurman, sin saber que 24 horas antes había comenzado el descenso a la muerte de Maxim Dadashev.

Quizá sea una señal sobre el momento, las circunstancias, la vida y la muerte. La partida del guerrero ruso tras un derrame cerebral quitó un poco de luz al tremendo éxito de Pacquiao, quien venció a un rival 10 años menor que él en una actuación de asombro para un púgil de cuatro décadas.

Mientras todos elogian la actuación de Pacquiao y lo alcanzado cuando la mayoría de sus contemporáneos hace rato colgó los guantes, alguien debería sugerirle que quizá ahora, en el punto culminante, en la cresta de la ola, con la victoria de compañera, sería la oportunidad perfecta para anunciarle al mundo: “señores, hasta aquí he llegado’‘.

Parte del aplauso merecido a Pacquiao no viene solo de su faena ante Thurman sino de lo que ha sido su carrera en 24 años de carrera profesional, una larga y dolorosa fila de combates contra lo más granado de su era, incluyendo varios conteos y un nocaut espectacular a manos de Juan Manuel Márquez.

Pacquiao lleva ocultas las cicatrices de decenas de combate donde lo puso todo sobre la raya de la supervivencia contra los Márquez, los Barreras y los Morales de su tiempo, contra los Bradleys y los Vargas más recientes, contra Thurman ahora. No ha habido -salvo su choque ante Floyd Mayweather- noche mala mala para el filipino. Robo, sin duda. Falta de entrega, nunca.

En algún momento, como le sucedió también a los 40 a Adonis Stevenson, esas cuatro décadas se le vendrán encima, lucirá como un boxeador gastado y vetusto, pasto de las llamas de alguien más joven como un Crawford o un Spence Jr., lo cual no lleva en sí humillación alguna.

Pero, ¿por qué esperar a ese momento? Pacquiao no nos debe nada a nosotros ni a él mismo. O mejor dicho, se debe a él mismo el cuidado de su salud, de su cerebro y de lo que le quede de existencia para su familia y hasta sus votantes. Esto resulta vital para un senador que aspira a ser presidente de las Filipinas.

Sin duda, no es el mismo de antes, de aquellos tiempos en que arrasaba con todos, pero ha sabido aminorar la marcha imparable del envejecimiento. Aminorar es una cosa, detenerla por siempre, imposible. Pacquiao no tiene escapatoria de la trampa del tiempo, aunque su desafío sea un canto a la persistencia.

Sería festinado pedirle más, exigirle que siga acudiendo a los grandes reflectores para nuestro entretenimiento, a esas escaramuzas sangrientas que engordan su récord de leyenda y, sin que lo veamos claramente, disminuyen su organismo tantas veces ofrecido al castigo del golpe.

Cada vez que un boxeador firma un contrato de pelea también está aceptando un riesgo de salud. Ningún otro deporte desencadena tanto volumen de fuego y destrucción por tanto espacio de tiempo como esos 12 asaltos que pueden ser eternos. Pacquiao lo ha hecho tantas veces y con tantas victorias que deberían serles suficientes.

Mientras el mundo del boxeo lamenta las muertes de Dadashev y el argentino Hugo Santillán, esta última ocurrida este jueves , los accidentes cerebrales de Stevenson y Felipe Orucuta, y la vida disminuida -en un sillón de ruedas, sin poder valerse por sí mismo- de Magomed Abdusalamov, tampoco se le puede pedirle a Pacquiao que continúe tensando su fortuna más allá de los 40.

Ya lo ganó todo, lo entregó todo. Disfrutó de los grandes momentos y de algunos descensos. Prefiero ver a un Pacquiao pleno y en pleno disfrute de su vida política que no a un guiñapo humano, una sombra de lo que fue. Esta es la hora del adiós Manny, aunque muchos te susurren que no al oído.


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